por Joschka Fischer (ex ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005, lideró el Partido Verde alemán durante casi 20 años)
BERLIN -- Hace dos siglos, las revoluciones de Estados Unidos y de Francia impulsaron el concepto legal natural de los derechos humanos inalienables. Sin embargo, tuvieron que pasar casi dos siglos de guerras, desastres políticos y sociales y descolonización para que esta idea fuera aceptada globalmente, al menos en teoría. En un principio, la idea de derechos humanos estaba limitada a la política doméstica. En las relaciones internacionales, el poder, no el derecho, seguía siendo lo único que importaba: el concepto tradicional de soberanía de Estado se centraba exclusivamente en el poder -vale decir, en el control sobre la gente y el territorio- y protegía la autoridad del Estado, sin importar si su ejecución era civilizada o brutal, democrática o autoritaria. Los juicios de Nuremberg de los criminales de guerra alemanes después de la 2a Guerra Mundial marcaron el primer cambio importante en la manera en que el mundo entendía el concepto de soberanía. Por primera vez, todo un liderazgo estatal fue sometido a juicio por sus crímenes, así como sus representantes y adeptos fueron llevados ante la justicia. Los juicios de Nuremberg y, paralelamente, la creación de las Naciones Unidas y su Declaración Universal de Derechos Humanos, señalaron la creciente importancia del derecho en las relaciones internacionales. La soberanía ya no se basaba exclusivamente en el poder, sino, cada vez más, en la ley y el respeto por los derechos de los ciudadanos. Este proceso estuvo ampliamente congelado durante las cinco décadas de la Guerra Fría. Pero los derechos humanos y el régimen del derecho comenzaron a resurgir como uno de los temas de la política occidental, especialmente como consecuencia de la Conferencia de Helsinki sobre Seguridad y Cooperación Europea y su utilización por parte de la administración del presidente norteamericano Jimmy Carter, así como por numerosos defensores no gubernamentales que se manifestaban en contra del trato de los disidentes soviéticos. El gran paso siguiente fue la aparición del concepto de intervención humanitaria después del genocidio de Rwanda y las guerras de los Balcanes en los años 1990. Como resultado, el derecho internacional llegó a reconocer el "derecho de protección" contra la arbitrariedad gubernamental y los crímenes de los Estados contra su propio pueblo. Finalmente, los mismos progresos en política y derecho internacional derivaron en la creación de la Corte Internacional de Justicia. Con su establecimiento, la idea básica de modernidad -que el poder de los Estados y sus gobernantes debería ser objeto del régimen del derecho superior, ubicando así a los derechos individuales por sobre la soberanía estatal- ha dado un gran paso hacia adelante. Este desarrollo no tuvo nada de accidental. Frente a los desafíos totalitarios del fascismo y el comunismo en el siglo XX, Europa y Estados Unidos han tomado conciencia de que el régimen del derecho, la separación de los poderes y la democracia determinan de manera decisiva la política exterior y son sumamente importantes desde el punto de vista de la seguridad internacional. Las democracias han demostrado ser mucho más pacíficas que regímenes autoritarios y dictaduras. Pero el progreso alcanzado hasta el momento está amenazado. El surgimiento de China y el resurgimiento de Rusia sugieren que no existe ningún vínculo necesario entre el desarrollo económico por un lado y la modernización política y cultural por otro. En particular, el asombroso éxito económico de China parece apuntar a la existencia de alternativas autoritarias viables para la idea occidental de que la libertad, la democracia, el régimen del derecho y la economía de mercado están vinculados. Por cierto, China parece sugerir que la modernización selectiva es posible (modernización, por llamarla así, "a la carta"), lo que les permite a los Estados optar por implementar sólo aquellos elementos de la modernidad --tecnología, economía, infraestructura, instituciones políticas y valores-- que a ellos les gustan. Sin embargo, la modernización a la carta es una ilusión. Sus defensores olvidan la experiencia de la primera mitad del siglo XX, cuando se intentó implementar la modernización autoritaria tanto en Alemania como en Rusia, con resultados desastrosos. En el mediano plazo, la modernidad es indivisible: se la tiene toda o no se la tiene. Los profundos cambios tecnológicos y sociales desatados por las fuerzas de la modernidad crean tensiones que, al final, no se pueden resolver sin respuestas normativas e institucionales apropiadas. China y Rusia hoy no son excepciones. Los síntomas de la enfermedad de la modernización selectiva son claramente discernibles en ambos países y se manifiestan a través de una corrupción ubicua. China enfrenta crecientes dificultades de exportación debido al control deficiente de la seguridad de sus productos, consecuencia de la corrupción. Sin un compromiso con la libertad de prensa y un sistema judicial independiente, estas dificultades sólo se agravarán. En poco tiempo, la modernización "controlada" (léase: autoritaria) de Rusia también tendrá que dar lugar al régimen del derecho y a una separación funcional de los poderes, o el país seguirá dependiendo de los precios del petróleo y el gas, y atrapado en una lucha brutal de poder, influencia y dinero. Es más, ni los depósitos de petróleo y gas ni las políticas imperialistas frenarán la caída de Rusia. Sin instituciones democráticas que funcionen, el segundo intento de Rusia de una modernización selectiva fracasará con tanta certeza como su encarnación soviética anterior. En el mundo globalizado del siglo XXI, en el que las crisis en una parte del mundo se esparcen a otras partes como fuego descontrolado, la modernización selectiva, basada en la eliminación de los conflictos y tensiones que genera la modernización, probablemente sea aún más peligrosa. De hecho, mientras las mayores amenazas a la paz alguna vez provinieron de la política del poder y la rivalidad económica, hoy cada vez más derivan de las repercusiones regionales y globales de la desintegración política y social de los países estables, de la decadencia de sus sistemas normativos e institucionales y de nuevas ideologías totalitarias. Esta es la razón por la cual la oposición entre los llamados "realistas" e "idealistas" en la política exterior, y entre los que proponen el poder "duro" o "blando", está demostrando ser cosa del pasado. Sin duda, los Estados todavía siguen políticas tradicionales guiadas por los intereses. Pero estas políticas cada vez serán menos capaces de garantizar la paz y la estabilidad en el futuro. En el siglo XXI, los derechos humanos y la seguridad estarán cada vez más entrelazados. Este es el resultado de la globalización; es decir, la dependencia mutua de 6.500 millones de personas en una economía global y un sistema de Estados únicos.
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